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Literatura Italiana Traduzida ISSN 2675-4363
Iván Garcia
Milo De Angelis
poesia contemporânea
em
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Foto: Dino Ignani |
Nota del traductor
Milo
De Angelis (Milán, 1951) es uno de los grandes poetas vivos de Italia. A él se
deben, además, algunas de las reflexiones contemporáneas más hondas y lúcidas acerca
de la poesía. Ha traducido a los clásicos griegos y modernos franceses y es
profesor desde hace muchos años en el Reclusorio de Opera, el más importante de
Italia. Sus poemas están recogidos en Tutte
le poesie (2017) y recientemente publicó Linea intera, linea spezzata (2020), ambos bajo del sello de
Mondadori.
¿Qué
es lo más difícil de traducir a este autor? No vacilaría un segundo en la
respuesta: aunque hay aspectos de consideración, lo más complejo y fascinante,
lo más misterioso y fantástico es encontrar su andadura rítmica en nuestra
lengua, la resonancia más íntima de su voz, el mundo de esa voz. Hablamos de
una zona a la que la palabra ha llegado, como dice él a menudo, tras recorrer
un largo camino, lleno de grietas y obstáculos. Allí la palabra se desgasta, se
erosiona, se hace hermana del silencio. No es la palabra fácil, no; no es esa que proviene apenas del artilugio, el
refinamiento, la solvencia de ideas, el saber hacer… la literatura. Tampoco es
aquella que se ahoga de torpeza o que no hace acopio de la suficiente energía
para ejecutar sus acrobacias innovadoras. La suya es una palabra cargada de
silencio y eso es, para mí, lo más difícil de traducir. Porque no sólo se
traducen palabras, sino también el peso de ese silencio, de sus múltiples
silencios. Eso demanda poner el cuerpo, la respiración, el propio desgaste y el
propio silencio. Nace la palabra y nace su precisión; nace la palabra y con
ella viene su espesor. Toda la disciplina que De Angelis deposita en el
lenguaje debe ser atendida del mejor modo posible.
En cuanto a este texto, el cuarto o quinto suyo que traduzco, considero que es fundamental su reflexión como docente en las cárceles y la relación de estas con lo poético. Porque un lector cómodo, que habla sólo desde el pecho inflamado por distintas urgencias sociales, muy posiblemente diría, sin mayor trámite, que la verdadera poesía está en esos lugares de drama, violencia y sufrimiento extremos. Y apuesto que a otro lector, acostumbrado a ignorar alteridades desde posiciones prestigiosas, le parecería impensable o ridículo que allí pudiera haber algo de valía. No tengo prueba de esto a la mano, pero tampoco creo estar tan lejos de la realidad. Entre ambas posiciones, De Angelis plantea una lectura más sensible y comprensiva de la poesía, la mirada de quien antepone el cuidado o el respeto por ese gajo delicado, convocante y radical que es el poema. No hay la menor duda de que el suyo es un pensamiento necesario para nuestros días.
Poesía
y cárcel de Milo De Angelis[1]
Traducción
del italiano de Iván García
Hace
años, cuando empecé a dar clase en el Reclusorio de Opera, en la periferia de
Milán, pensaba que mi misión sería difundir la buena nueva de la poesía. Nada más
equivocado. En diversas cárceles se escriben muchísimos poemas, por todas
partes y sin tregua. Sólo que no es poesía. Son desahogos, confesiones, palabras
arrojadas en un cuaderno, palabras sin búsqueda ni peso. Como tantos otros que
se leen a diario, desde luego, pero con la coartada extra de creer que tienen
una garantía por haber surgido allí, en ese lugar de sufrimiento, como si eso fuera
un salvoconducto. Obviamente no es así. Es necesario entenderlo y hacerlo
entender. Incluso severamente, si es necesario. En poesía, nadie tiene garantía
de nada: estamos desnudos ante la palabra, en una tensión frontal y de fuego. Hoy
todo mi esfuerzo –lejos de difundir versos– consiste en contenerlos, ponerlos
frente a su esencia y su ley, llevarlos de vuelta a una necesidad expresiva, a
un camino histórico y espiritual de esta necesidad: debe pasar mucho tiempo
antes de que una palabra llegue a los labios, antes de que un verso se coloque sobre
la hoja o la pantalla.
Esto no significa que la cárcel sea
un lugar como cualquier otro, ni siquiera para la poesía. El espacio es muy limitado
y el tiempo, interminable. La falta de ciertos objetos, ciertas luces, ciertos
rostros acentúa los límites de la fantasía. El año pasado, mientras daba una
clase sobre Leopardi, un preso me dijo que para él los barrotes de la celda
eran como el seto de “El infinito”: al impedir algo, provocan algo más grande;
al bloquear la mirada, estimulan a la visión. Y es verdad que la cárcel, un
lugar de trauma y memoria, tiene como tal una dimensión que parece acoger la
escritura poética, custodiarla y hacerla fecunda, pero siempre y cuando sea
escritura, siempre que tenga la humildad de seguir su forma.
¿Alguna vez vieron una celda? Son unos
pocos metros cuadrados donde cada cosa tiene su justo lugar, donde basta con
mover un banquito para desquiciar el orden cotidiano, un equilibrio que se alcanza
con muchos esfuerzos. Lo mismo sucede en la poesía, basta cambiar un adjetivo
para desatar el caos. Cárcel y poesía tienen en común un régimen de vigilancia,
de máxima vigilancia.
Así que cada mañana salgo al
Reclusorio de Opera. Es una especie de odisea metropolitana para quien vive,
como yo, en Bovisasca, al otro lado de la ciudad. Tomo la primera salida del
trolebús 92, siempre a las 6 en punto. Escojo un lugar para sentarme, entre los
muchos asientos vacíos, y algo para leer: correos pendientes, un trabajo, la Gazetta dello Sport. Pero lo más seguro
es que mire por la ventana. Hay pocas cosas tan conmovedoras como ver pasar la
ciudad por la ventana, a veces con niebla o con alguna llovizna que nubla la
visibilidad. Milán nos despierta y siento su energía, el terremoto de los
cuerpos que empiezan a moverse nuevamente. Bajo en la terminal del 92 y espero
el tranvía 24, que desde hace décadas recorre la Via Ripamonti. Pienso en lo
que voy a hacer y decir, me enfoco en una lección, la sonrisa de mis presos, y
bajo de nuevo para tomar el autobús 99, que alrededor de las 7:45 me dejará en el
reclusorio.
No, no es triste repetir cada mañana
este rito entre las calles y la respiración de una ciudad que amo. Es triste
más bien, al final de la tarde, cuando la oscuridad invernal proyecta sus
sombras en los pasillos, saludar a los presos, verlos en sus celdas con sus
compañeros, sentir que su vida es otra, que dentro de poco volverán a sus
obsesiones y que el tiempo compartido es sólo un fragmento.
Y bueno, hay que enseñar en ese
único instante. No existe eso de la “continuidad didáctica”, mucho menos aquí.
Las primeras clases empiezan con veinticinco alumnos y acaban con siete u ocho.
Reuniones familiares, salidas a juicio, depresiones post-condena,
transferencias de una prisión a otra o a otro sector de la misma cárcel, todo
es provisional. Los reos están en perpetuo movimiento, aparecen y desaparecen,
regresan, saludan. Hay que tomarlo como es. Ser contemporáneo de este
movimiento, dejar una huella poética que acaso se recogerá en otros lugares y
estaciones.
Pero ¿qué se enseña en estas aulas silenciosas
del Área Pedagógica? Hay un programa, claro, y debe llevarse a cabo: “De San
Francisco a nuestros días”, como en cualquier instituto técnico comercial, con
el mismo examen general de prepa al final del curso. Pero aquí pasa algo
diferente. No hablo del contexto, los controles y el grito del encierro. A todo
esto uno se acostumbra. Hablo de algo más esencial, que concierne al alma de
los prisioneros, su intento por creer en sí mismos nuevamente, cuando esta
intención existe y es verdadera. Lo que hay que enseñar, lo que debe hacerse
evidente, es un amor por la vida. A través del amor a la poesía, que es su
esencia verbal, un amor por la vida.
Nos toca enseñar una disciplina –la
poesía es el lugar por excelencia de la disciplina– a quien no la ha cultivado en
su interior. La poesía es el espacio de la precisión, de la combinación
milimétrica, de la sílaba irremplazable. “El adjetivo que no da vida, mata”,
decía César Vallejo. Y es aquí donde la energía fantástica debe intervenir para
transformarse en verso, donde la tensión vertiginosa debe entrar para alcanzar
su forma única, donde el fulgor de la noche, también, debe intervenir para manifestarse
como visión. Sin este lugar de disciplina, la fantasía creativa se ahogaría en
una logorrea cualquiera,
en el parloteo de una borrachera. Pero una descripción confusa no es una
descripción de la confusión. Poesía y cárcel comparten una misma condición: la
expresión infinita de la libertad mediante la observación rigurosa de una ley.
El
delito cometido emerge –si es que emerge– sólo por fragmentos y filamentos: una
frase interrumpida, la imagen de un tema, el balbuceo de un verso, trizas de una
verdad, pedacería de un mosaico incompleto. O no emerge en absoluto, se queda
en una región cada vez más remota e innombrable. Son infinitas las gradaciones
del silencio. Es preciso darles una guarida. La cárcel no es para curiosos.
Por otro lado, la magnitud del
crimen no dice nada. Hay personas que han visto sangre, mucha sangre, o que han
visto de cerca la locura, el grito de terror, el frío de un arma, la garganta
degollada, pero hablan de todo esto con el tono de una cancioncilla. Para
otros, la visión de una sola gota de sangre ha sido suficiente para provocar un
trauma absoluto y el precipicio, la redención invocada, la noche blanca de la
culpa y el subsuelo. La magnitud objetiva del crimen, que se resume en el
informe policial, puede desplazarse hacia una solución expresiva o quedarse
allí, inerte como el léxico que la define. Depende del alma, nada más que del
alma, y ella es un misterio.
Son poquísimos los reos que, en
estos años, me han dado a leer algo significativo. No me sorprende: también
afuera es así. Me impresiona más bien un aspecto en común, cuando los oigo
hablar de sus versos y del origen de estos. Un aspecto que tiene que ver con el
tiempo, que en prisión es muchísimo, incalculable, espeso. La palabra tiende a
construirse fatigosamente, volviendo una y otra vez sobre sí misma,
enmendándose, redefiniéndose, tachando líneas y líneas en el cuaderno (aquí
todo todavía se hace a mano) y mostrando físicamente todo el poder del demonio
de las variantes, como lo llamaba Ungaretti. Por lo tanto, es una palabra que
recorre un largo camino antes de hacerse presente. Y de este camino de
obstáculos lleva el peso y la necesidad, como siempre tendría que ser en
poesía.
___________________________
Como citar: DE ANGELIS, Milo. "Poesía y cárcel". Trad. Iván Garcia. In "Revista de Literatura Italiana", v. 2, n. 5, mai. 2021. Disponível em: https://repositorio.ufsc.br/ handle/123456789/223673
[1] Aggiungo un mio scritto sull'insegnamento della poesia in carcere" è stato pubblicato prima nel 2003 sulla rivista Poesia ed. Crocetti
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